Sexto Piso


Eran las cinco de la tarde de un viernes de julio, lo cual supone añadir: una tarde de calor abusivo. Llamé al citófono y una voz ronca, grave y ceremoniosa, que me llevó a creer que platicaba con el mismo Camilo José Cela, pidió que subiera al cuarto piso, sede en Madrid de la editorial mexicana Sexto piso.

Esperaba localizar allí a Santiago, un colombiano que es socio en España de los editores mexicanos, pero ante su ausencia la copia de Cela, su suegro, me invitó a que lo esperara en una sala invadida por una estirada mesa central, donde yacían decenas manuscritos protegidos por tapas blancas. Imposible resistir el interés de abrir algunos de ellos. De hecho, ¿Por qué impedírselo?

Con una escolar letra cursiva el autor, un tal José Casas, agradecía la elaborada colección de ficción de Sexto Piso sin la que, según las sus palabras, no habría podido terminar su primera novela. Una burda farsa, juzgué. «Qué difícil –me dije- nos resulta tomar por sinceros los elogios cuando, al mismo tiempo, sabemos que hay un interés de por medio».

Estaba pensando en todo esto cuando escuché al viejo anfitrión que descolgaba el teléfono y decía « ¿Para qué llamas? ¿Buscas una aventurilla? Tengo 56 años». Enseguida vino un largo silencio y prosiguió: «Ah, vives en Santander. Mira, nos podemos ver cuando te resulte más cómodo. Cuantos años dices que tienes?» Luego otro silencio. Parecía haberse acabado la discusión.

Percibí el agradable aroma de un habano que provenía del salón contiguo. Decidí escrutar otro manuscrito. Era de un autor que iba por su tercera novela. En el primer párrafo hablaba de una mujer que llegaba a una estación de tren donde era recibida por un hombre desconocido. A este personaje le intrigaba la familiaridad con la que fue tratada por este individuo.

No pude continuar leyendo porque en ese momento surgió la réplica de don Camilo, enorme como era, en el umbral de la puerta. Me levanté rápidamente y lo acompañé al otro salón. Allí había dos escritorios grandes. En el suyo había un libro de ensayos de Montaigne, novelas que no alcancé a entrever y un carné de notas. Dueño de una pluma de punta cromada preguntó de nuevo mi nombre. «Hernán Melo», le respondí pausadamente, buscando vocalizar bien cada sílaba. «Ah, Jorge Melo, no será usted pariente del director de la biblioteca Luís Ángel Arango de Colombia». «No, no que yo lo sepa. pero mi nombre es Hernán». «Muy bien, muy bien, espere lo anoto todo», dijo la copia de don Camilo. Después vi que en su carné escribió: «Jorge Hernán Melo, periodista de Colombia».

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