El Juego (I)

Quizás me hago daño a mí mismo para no ocasionárselo a nadie más. Quizás debiera guardar silencio. Mi padre nunca perjudicó a nadie que no fuera sus hijos o a sí mismo.

En cambio, amaba a su esposa desde el día en que la vio entrar en un salón de juego de la rue Alfred de Vigny, con un aire de superioridad calculada, seguida de cerca por una nube gris de pretendientes que buscaban llamar su atención. Mi padre no era de aquellos que aceptaban unirse a una especie de cortejo coral, probadamente estéril. Así que aquella primera noche resolvió observarla sin aproximarse. Después habría de contar que lo hizo «como se contemplan los imponentes peñascos junto a la costa marina». Está visto que mi padre no era ningún poeta. A veces largaba de cuando en cuando frases como éstas que me amargaban.

Pues resulta que mi madre jugaba bien al póquer, pero iba sólo a perder. Porque malgastar, según decía ella, era su mejor juego. Un lustro antes de conocer a mi padre se había casado con un adinerado industrial. Se empecinó en arruinarlo apostando fuertes cantidades sin que él hiciera algo para impedirlo. Digamos que fue a la ruina con la impavidez con la que suele recibir un culpable el veredicto de su condena a muerte. Tardaría a penas seis meses y dos semanas en acabar con su fortuna, y con ella su vida. «Ay, que todo termine», suspiraba desconsolado su marido.

Oficialmente murió tras caer «casualmente desde una ventana mientras daba de comer a los pájaros». Así constaba por lo menos en el informe policial que ningún vecino creía. Por el contrario, casi todos privilegiaban la tesis de un suicidio causado por la angustia de quien sabe que ya todo está perdido.

Una vez viuda, mi madre comenzó a jugar para sobrevivir. Ganaba con regularidad, aunque no lo suficiente para llevar la vida que tenía con su malogrado marido. Fue entonces cuando encontró a mi padre. La noche de su primer encuentro él la siguió unos pasos atrás, en la penumbra de una noche de vientos amenazantes y sin estrellas distantes, implorando con voz apagada una cita romántica cuya suerte mi madre dejó finalmente a las cartas.

-Anda, pide una carta, valentón –dijo dueña de una sonrisa indescifrable- y, si aciertas el palo, nos vamos de copas.

-Tréboles –respondió él- y enséñala rápido.

-Vaya! Tienes suerte valentón. Pero no te creas, te podría salir más caro de lo que te imaginas. Y quien sabe. Tal vez hasta termines arrepentido de tu suerte esta noche.

Commentaires

Articles les plus consultés