El desplome de los pájaros

Por estos días mi cielo es trágico. En los parajes, los pájaros mueren sin supuesta causa y caen de los árboles como frutos secos. No se escuchan ya sus cantos en el alba. El silencio es abrumador. Han llegado académicos del mundo entero y los pájaros continúan su descenso irresistible hacia el seco suelo de julio.

Siempre, de alguna manera, volvemos al dolor o quizá mejor sea éste quien acaba siempre por volver. Ése tormento insolente que termina por envolver el espíritu hasta eclipsarlo. Algunos -como los infelices Virginia Woolf o Robert Walser-, inician un paseo funesto hasta liberarse del espantajo en que el dolor les ha transformado.

Recuerdo que hace pocos días conocí la historia de un escritor y periodista escandinavo que terminó muriendo de tanto escribir. Bebía varios litros de café diarios y se reposaba menos de tres horas todas las noches, antes de sentarse de nuevo frente a su ordenador portátil y su tasa de café negro. Decía a su mujer, quien no paraba de reprenderlo, que preferiría acabar con sus días y no perder ese impulso inspirador. Y no era para menos, ya que había esperado varios años, entregado a un trabajo sin inspiración, cuando de pronto la ocasión se le presentó para escribir y vivir de ello.

Ahora me acuerdo también que la viuda del infeliz escandinavo, tras ver a su esposo tendido en la alfombra y rodeado de un mancha negra de café, dijo a la policía -durante su declaración- que tenía el aspecto de un pájaro que había caído de un árbol rompiendo anticipadamente su huevo. Se parecía a un mirlo, les dijo.